Los años pasaban, y él no llegaba nunca. Pero seguía esperándole, clavada en aquella colina, mirando fijamente el horizonte, viendo pasar amaneceres y atardeceres, noches estrelladas y días nublados. Viendo como su vida pasaba frente a ella, esperando al hombre al que ella amaba. Nunca perdió la esperanza de volverle a ver; ella aguardaba impasible.
Cierto día de invierno, aquel hombre por el que suspiraba llegó de nuevo a la ciudad. Ilusionada, bajó corriendo hacia su casa a cambiarse de ropa y a prepararse para verle.
Sus amigos y gente cercana a él estaban en el centro de la plaza más grande del municipio, recibiéndole. Liselotte se abrió paso entre la multitud hasta ver a su hombre. Pero se llevó una sorpresa un tanto desagradable... Eric estaba en compañía de otra chica. Y entonces les vio besarse, y Liselotte... Dejó de pensar racionalmente.
Esa misma noche, llegó a la casa de Eric para tomar venganza por haberla destrozado. La había destruido tanto como por dentro como por fuera: había perdido ese rostro juvenil y bello que la caracterizaba; su hermoso pelo rojizo había dado paso a un apagado cobrizo; sus ojos habían perdido ese brillo tan característico; su alma eran ruinas.